martes, 31 de agosto de 2010

SANTA TERESITA DEL NIñO JESUS: LA RESPUESTA DE DIOS A LUTERO.

Santa Teresita del Niño Jesús: la respuesta de Dios a Lutero.
Por obra de la Providencia y no por casualidad, resulta bastante evidente la similitud de los temas tratados por el ángel de Lisieux, Santa Teresita del Niño Jesús, y Martin Lutero, siendo parecidas incluso las experiencias existenciales que le dieron motivo a ambas y respectivas exposiciones doctrinales, pero siendo, y esto es lo más importante, diametralmente opuestas las conclusiones teóricas a las que llegaron, y todavía más, el desarrollo, resultado y fruto de sus vidas.
Martin Lutero, sin una real vocación a la vida monástica, se hizo monje de la orden de San Agustín, por el terror que le causó la muerte de un amigo suyo fulminado por un rayo, justo a su lado, que sin dudas le dejó huellas psicológicas profundas, como se observa en esa concepción dura que sobre Dios se respira en el trasfondo de toda su doctrina, hija del temor y no del amor, además siendo de carácter violento, iracundo y obstinado, no asimilaba las contradicciones ni los fracasos, por lo que después de infructuosos intentos de vencer la ira, el odio y otras bajas pasiones, a través de las penitencias, se hundió en el desanimo, cayendo en profunda tristeza y angustiosa inquietud; reaccionado entonces con dureza, en vez de buscar humildemente la gracia de Dios, se persuadió de la imposibilidad de la observancia de la ley de Dios, de que todos los esfuerzos del hombre son inútiles, y todas sus obras, aún las buenas, no son más que pecados, deduciendo entonces que le basta al hombre tener fe, sin necesidad de hacer ni lograr más nada, y los méritos de Cristo le amparan por todo.
Prosiguiendo con otras muchas tesis y graves herejías, se desató en injurias y descréditos contra la Iglesia, negando su Magisterio, su autoridad para interpretar las Escrituras en nombre de Dios, la Sagrada Tradición, y poniendo como única regla de fe, la Biblia, a quien todo el mundo tiene la libertad de interpretar. Todos estos principios de soberbia, rebeldía y anarquía muy pronto se hicieron constatar con cruentos hechos, desatándose gran violencia, guerras y saqueos, destruyéndose, abadías, templos, castillos, dando lugar a una guerra civil en Alemania, que pronto pasó al resto de Europa como guerra religiosa, culminando con lo que se llamó la guerra de los treinta años, la más espantosa sufrida por Europa antes de las dos guerras mundiales, cumpliéndose el dicho bíblico de que “cuán grande bosque incendia un pequeño fuego”(Santiago 3: 5). Todo esto se prolongó en guerras y divisiones entre los propios sectarios, que dieron lugar a nuevas y nuevas fracciones que han traído como consecuencia las miles y miles de sectas que hoy todos conocemos.
No en balde, el texto bíblico citado es parte de una muy sabia exhortación del apóstol Santiago contra la proliferación de maestros, es decir, de fieles que enseñen doctrina a sus hermanos, aconsejando mucha prudencia a la hora de desear esta tarea, pues los que enseñan serán juzgados con mayor severidad, por lo cual habla de saber someter la lengua como signo de perfección y madurez cristiana, o sea que la capacidad de dominarse justamente a la hora de enseñar, como al hablar en general, en lo que se dice y se deja de decir, es una señal positiva y requerida en la aprobación como maestro, terminando con una disertación de que el verdadero sabio y entendido es el que lo muestra con la humildad y mansedumbre de sus obras, que esa propia sabiduría le da, pero si lo que hay es envidia y espíritu contencioso, ambiciones y rivalidades, no se emprenda esa obra orgullosa y mentirosa, faltando contra la verdad, porque esa sabiduría es terrena, de la naturaleza humana caída, del propio diablo, pues donde hay estos malos sentimientos de envidia, de disputa, y ambición, hay toda perturbación y obra mala de toda clase, mientras que los que tienen la sabiduría de lo alto llevan ante todo una vida pura, siendo además pacíficos, humildes, benignos, llenos de misericordia y buenos frutos, sin hipocresía ni parcialidad, pues los que procuran la paz siembran en paz, para recoger como fruto la justicia (Santiago 3: 1-18); se ve que no por gusto Lutero despreciaba hasta lo indecible esta carta, quería extraerla de la Biblia, es decir del canon bíblico, y la llamaba carta de paja.
Por otra parte, el Dios que vino al mundo como un bebé en la pobreza de un establo, que vivió treinta años en esta tierra en la vida más ordinaria, que llenó de su gracia a una humilde virgen de Nazaret para obrar en su alma las maravillas más sublimes (Lucas 1: 28), casi cuatrocientos años después de haberse prendido esta llama herética, escogió a una humilde joven monja de la orden carmelita, casi una niña, para obrar en su alma la respuesta a toda ésta errónea turbulencia.
Desde los primeros años de su vida, ésta humilde niña, contrario a lo que sucedió con el monje y después sacerdote agustino desertor, sintió una ardiente pasión por la vida religiosa, que la llevó con solo catorce años a los pies del Papa León XIII, para pedir su intervención ante los constantes obstáculos y negativas a su entrada con tan tierna edad al convento carmelita, a la sazón el más riguroso probablemente entre todas las ordenes religiosas, lo cual logró con tan firme decisión, por la gracia de Dios, a los quince años, en el convento de las carmelitas descalzas de Lisieux. Con un amor apasionado por Jesús, y un ardiente deseo de ser una gran santa comienza su vida en el convento bajo el duro rigor de la orden, constatando con las duras penitencias, más que la perfección y progreso en santidad que tanto anhelaba, sus defectos, y la imposibilidad que tenía por sus propias fuerzas de vencerlos, lo cual lejos de desanimarla, como antaño al monje alemán, le hizo profundizar más y más en su humildad, considerarse muy pequeña, y que todo lo que debía hacer era abandonarse en los brazos de su Dios, confiando en su infinita misericordia, que vino a llamar no a los justos sino a los pecadores, y que entonces así la revestiría de su propia justicia, de su propia santidad, descubriendo de ésta forma lo que llamó el “caminito”, el cual es en sí una vía de santificación, una forma novedosa para su tiempo de alcanzar la cumbre de la santidad cristiana, a través de una fe y humildad cada vez más profundas, que llaman por sí mismas a una cada vez mayor manifestación o influjo de la gracia de Dios; siendo así que ante las exigencias divinas, donde Lutero concluyó que el hombre nada podía hacer, sino aceptar la fe que Dios le regala y mantenerse en ella sin más, Santa Teresita halló, por la gracia de Dios, el motivo de su santificación, al pasar por el mismo proceso que describe San Pablo (Romanos 7: 14-8: 17), es decir, descubrió su impotencia, “su nada”, como ella decía, para concluir que tenía que hacerse más y más pequeña, hasta tener la confianza de un niño pequeño en el amor de su padre, como enseño Jesús (Mateo 18:2-4), y ser así más y más asistida e inundada por la gracia de Dios, que la llevara a la santidad requerida y agradable a Él (Romanos 8: 1-14), lo cual aunque camino de gracia, que parte de la fe como regalo de Dios, se logra con todo el esfuerzo que el hombre ponga en cooperar y colaborar con esa gracia santificadora, dejándose guiar siempre y cada vez más por su fuerza e impulso, matando así más y más al hombre viejo (Romanos 8: 12-14 ; Gálatas 6: 7-10), de aquí proviene otra característica particular del “caminito”, que ha trascendido en contraposición a las tesis de Lutero, pues mientras éste consideraba inservibles y por tanto innecesarias todas nuestras obras, Santa Teresita veía en la vida común, en los hechos ordinarios, un tesoro inagotable de santificación, no quería dejar pasar ningún sacrificio, ninguna obra por pequeña que fuese, que ofrecer por amor a Jesús, o sea que no solo colaboraba ejemplarmente con la gracia de Dios en hacer morir al hombre viejo, sino que quería dar continuamente a Jesús obras que le fuesen agradables y aprovechables para la santificación de la Iglesia y su obra en el mundo, por ser obras con valor redentor, no porque tuvieran valor en si mismas, pues ella era la primera en reconocer que todas nuestras obras están manchadas, sino porque hechas en Cristo, por amor a Él, quedan asociadas a su sacrificio (Colosenses 1: 24), adquiriendo junto a él su valor infinito, algo que Lutero pasó por alto en la ceguedad y pasión de su orgullo, en lo que también existe una diferencia capital con Santa Teresita, pues mientras el ex monje alemán y el movimiento iniciado por él se enfrascaban en cada vez más pérfidas disputas, fraccionándose continuamente, mostrando así la soberbia que caracterizó desde un inicio ésta corriente, la Santa buscaba empequeñecerse sin cesar en su “caminito” de perfecta humildad y absoluta confianza, no teniendo contemplado dejarlo esbozado por escrito, y solo haciéndolo por obediencia, habiéndoselo, en un inicio, hecho llegar a las novicias que tenía a su cargo como maestra de novicias oficiosa, a sus hermanas de sangre, monjas junto a ella en el convento, y a todas las que le solicitaran consejo espiritual, como también, de una forma u otra, a quienes aconsejaba por carta fuera del convento, solo interesada en el provecho espiritual de las almas, de modo que absolutamente confiada en Dios y sin preocupación alguna por gloria en este mundo, dejó toda la autoridad sobre sus manuscritos en las manos de una de sus hermanas mayores, monja junto a ella, por lo que tuvieron que pasar décadas de trabajo crítico textual para obtener el texto original hecho por ella, pues aunque el texto era esencialmente el mismo había miles de variaciones. De esta forma, viviendo su “caminito” ejemplarmente, alcanzó la meta que se proponía, crecer ininterrumpidamente en santidad hasta su cumbre, a través de un crecimiento progresivo en el ardiente amor por Jesús, queriendo amarlo como nadie lo habría amado, lo cual para algunos pudo haber sido así, por lo menos después de la Virgen Santísima, pasando por ello a un inmenso amor a las almas que no lo conocen, para que fueran evangelizadas, a las almas del Purgatorio, que sufren de manera particular, a sus hermanas religiosas del convento, a quienes servía ejemplar y heroicamente, y a toda la Iglesia, de quién quiso ser el Corazón, el Corazón del cuerpo místico de Cristo, para amar a todos sus miembros con amor divino, orando por el perfeccionamiento y la salvación de todos, especialmente los que tienen este encargo para con el pueblo de Dios, los sacerdotes, pero también los misioneros, y todos los que están en el frente de batalla en la misión de la Iglesia. Quiere decir, que mientras la soberbia y el orgullo traen quebrantamiento, rupturas y división, como lo sucedido con Lutero, su doctrina y sus seguidores, intentando fundar una nueva Iglesia, algo ya de por sí terriblemente altivo y disparatado teológicamente, pues la Iglesia es una institución divino humana fundada por Jesucristo, ya que solo Dios puede fundarla, confirmada divinamente, entre otras muchas cosas, por los Padres de la Iglesia, millares de santos, mártires, por los Concilios y la Sagrada Tradición, en una historia de mil quinientos años hasta ese entonces, después de lo cual a nadie se le debía haber ocurrido reinventar el cristianismo, el amor sin embargo, se dedica a unir, construir, edificar, edificar el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, por la que cruentamente entregó su vida, que fue en lo que Santa Teresita se empeñó en lo escondido, dejando una bendita estela a favor de ésta con su “caminito”, haciendo reconsiderar y revalorar en toda la Iglesia la esencia del mensaje cristiano, la confianza y el amor en toda humildad, para con un Dios infinito en misericordia, gracia y compasión, de donde se reafirmó con gran fuerza y actualidad esta verdad evangélica y bíblica en general, que a través de toda la historia de la Iglesia ha sido manifestada insistentemente, podríamos decir, por el Señor, especialmente con las revelaciones del Sagrado Corazón; que nuestro Dios es todo amor extremo y por ello quiere que confiemos en Él a toda plenitud, no duro, justiciero y vengativo, como desde Lutero hasta hoy insisten tanto sus hijos, porque no le conocen, sino que le temen, por eso reiteradamente hablan de severos juicios y castigos por doquier, de una forma casi enfermiza, así como de premios a los que ellos piensan se portan bien, de una forma tan mecánica que podría hacérnoslo parecer un dios pagano, pero este tipo de fe basada en el temor nos evoca nuevamente a la epístola del apóstol Santiago, donde se nos dice “tu crees que Dios es uno, bien haces, también los demonios creen y tiemblan”(Santiago 2:19), por lo que sabemos que ésta fe no es auténticamente cristiana, pues la fe verdadera se expresa en amor y obra por el amor(Santiago 2:18 ; Gálatas 5:6), por lo mismo que Santa Teresita nos enseña a confiar tan insistentemente y con tan tierno abandono en el amor misericordioso de nuestro Dios, que no lo habíamos escuchado así desde Jesús, por lo cual fue declarada “Doctora de la Iglesia”, una de las tres únicas mujeres, y la más joven entre todos, lo cual quiere decir que es una verdadera maestra de la fe cristiana, digna de llevar ese título, que si lo verificamos con el texto antes citado del capítulo tres de la epístola del apóstol Santiago, vemos que tiene una nota muy superior al máximo, pues nunca mostró el más mínimo interés en ser considerada así, y hubiera sido la última en pensarlo de sí, sobrada en moderación, humildad y mansedumbre, pureza, paz, benignidad, misericordia y buenos frutos, sin sombra de hipocresía, fingimiento o parcialidad, contagiando con sus enseñanzas y ejemplo no solo a las religiosas que vivían junto a ella, sino a miles y hasta millones de creyentes que se han sentido llamados a seguir ambos aspectos de su vida, que son como una sola cosa, lo que quiere decir que no solo sobrepasa los signos dados por el apóstol, sino que cuenta con la contundente aprobación del Magisterio de la Iglesia y el cariño entrañable de sus fieles.
JUAN DAVID MARTÍNEZ PÉREZ.

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