La gracia de Dios, la Virgen María y Santa Teresita del Niño Jesús.
Por Juan David Martínez Pérez
La doctrina cristiana en su novedad y veracidad única, a diferencia de todas las demás religiones y corrientes humanas de pensamiento, pone en el primerísimo lugar, como es lógico y apropiado que sea, la iniciativa de Dios, o sea que no se trata del esfuerzo del hombre por buscar a Dios, o por entenderlo y vivir con El y para El, lo que decide, sino el amor inconmensurable de Dios que busca al hombre, que busca salvarlo, hacerlo feliz revelándosele, es la iniciativa de Dios la decisiva, es su gracia o favor inmerecido expresado en su amor supremo e infinito.
Ya en el Antiguo Testamento, base de la religión cristiana, se observan los antecedentes de esta verdad, en el llamado a los patriarcas, los profetas y al pueblo escogido en general, pero todavía no se establece como principio general de salvación, sino que era el cumplimiento de la ley lo que estaba establecido como medio salvífico.
Llegada la novedad cristiana con la manifestación de Nuestro Señor, se observa la preeminencia de la gracia en las obras y dichos suyos, poniéndose continuamente por encima de la ley antigua, estableciendo la misericordia, compasión y amor ilimitado de Dios como principio supremo, rector y guía de la obra de Dios para con los hombres, perdonando y sanando a las adúlteras y prostitutas, comiendo con los más pecadores según la sociedad, llegándose a los leprosos, a los pobres y a todos los marginados, instituyendo en sus parábolas y todos sus sermones la superioridad absoluta del amor misericordioso de Dios, que ha enviado a su Unigénito Hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, como podemos verlo no solo en las clásicas parábolas del hijo pródigo y la oveja perdida ( Lucas 15 ), o la del buen samaritano ( Lucas 10: 25-37 ), entre otras muchas, sino de manera muy explícita en la del fariseo y el publicano ( Lucas 18: 9-14), en la de los convidados a trabajar a la viña ( Mateo 20: 1- 14 ), y muy especialmente en la de los dos deudores, que pronunció a raíz del sincero arrepentimiento mostrado por la mujer pecadora en casa del fariseo Simón, y los malos pensamientos de este ( Lucas 8: 36-50 ), en las que con toda claridad nos deja ver que no son las obras ni los criterios humanos los que cuentan, sino la gracia de Dios y el amor como expresión suprema de ésta, que siempre se verifica en obras dignas de él, poniendo así de relieve a cada momento la fe como el principio decisivo y suficiente para obtener el favor de Dios ( Juan 6: 29 ), una fe que obra en los actos que se desprenden como propios y naturales de su autenticidad según la gracia de Dios ( Mateo 10: 7-8 ). Así pues, habiendo no obstante Nuestro Señor dejado la base de esta verdad, quiso fueran sus discípulos, su Iglesia, animada e instruida por su Espíritu Santo, los que fueran exponiendo explícitamente esta realidad a medida que la iban comprendiendo progresivamente, por lo que aún en la primera parte del libro de los Hechos de los apóstoles, llegado a lo que serian los primeros veinte años de la Iglesia, no se les ve a estos haber comprendido realmente esta verdad, sino que aún palidecían ante las restricciones de la ley; solo a partir de la experiencia dada a Pedro en el caso de Cornelio, es que éste, y con él la Iglesia, empiezan a comprender ciertamente, la superioridad neta del sistema de gracia que el Señor vino a traernos, siendo por ello el primer tema de discusión que convocó el primer concilio de la Iglesia en Jerusalén, donde en efecto, Pedro dejó claramente establecido el principio de la gracia como el definitivamente instituido por el Señor para nuestra salvación (Hechos 15: 7-11), pero aún así, con todo y esto, dada la básica y decisiva importancia de este tema, y a la vez su amplitud, complejidad, riqueza y profundidad, quiso Nuestro Señor levantar un hombre con la preparación escriturística e intelectual en general, unido a una cultura judeo-helenística apreciable, y un celo indomable por conocer, vivir y predicar la palabra de Dios, para que con plena unción del Espíritu explicitara con toda la profundidad necesaria, a la vez que lo vivía e invitaba a vivir, las inestimables riquezas de la gracia de Dios en Cristo Jesús. Este gran apóstol que conocemos como San Pablo, nos dejó en sus epístolas todo un monumento a la gracia de Dios, de manera que los cristianos podamos tener la más correcta idea de todo el incomparable poder y favor que por su gracia Dios nos preparó desde siempre en Cristo Jesús, para que pudiéramos llegar a toda plenitud (Efesios 1:3 ; 18-19 ; 3: 16-20).
Es por todo esto que la Iglesia Católica, Iglesia de Nuestro Señor, siempre ha sido una iglesia de gracia, donde los ríos de favor provenientes del Corazón de Jesús, como el agua y la sangre que de su costado brotó después de la lanzada, han suscitado innumerables vidas y obras como fruto suyo, exponentes máximos del poder y las riquezas inestimables que nos llevan a toda plenitud, de que nos habla el apóstol, hombres y mujeres que con su vida ejemplarísima, son un testimonio vivo cada momento, cada día y cada época y circunstancia que les tocó vivir, de la verdad y el poder único y supremo de la gracia de Dios en Cristo Jesús, donde no obstante, entre todos estos ejemplos sobrenaturales, que hicieron realidad lo divino en medio nuestro, sobresalen dos, por la especial nitidez, claridad y grandeza con la que se puede observar la singular potencia de la gracia divina: La Virgen María y Santa Teresita del Niño Jesús.
La Virgen María, la llena de gracia, es decir, la llena de gracia por antonomasia, pues así lo declara el ángel ( Lucas 1: 28 ), como si fuera su nombre propio, es la criatura que más ha gozado del favor de Dios, pues dada su singularísima misión fue asistida con especial favor desde el primer instante de su concepción, y así lógicamente pudiera, no solo tener el privilegio único de ser la madre de Dios ( Lucas 1: 43 ), por llevarlo en sus entrañas, sino además por criarlo y acompañarlo en su crecimiento humano y espiritual, por lo mismo que tuvo que pagar un altísimo precio ( Lucas 2:35 ), que no solo comportaba no comprender a fondo la divinidad y el mesianismo de su Hijo, como se dejó ver claramente ya en los días de la pérdida y hallazgo en el templo, sino tener que ser perfeccionada en su amor de madre, purificándolo de todo rasgo humano ( Mateo 12: 46-50 ), para que llegara a ser un amor perfecto, de total abandono en Dios, amándole como al Hijo de Dios que pertenece absolutamente al Padre, y al que ella se debe plenamente, lo cual se verificó al pie de la cruz, donde traspasada de dolor mereció así ser la madre de la Iglesia que estaba alumbrando ( Juan 19: 26-27 ); sin embargo, a pesar de toda esta maravillosa realidad muchos desprecian a la Virgen, porque no tiene protagonismo en los evangelios, ni en los Hechos de los apóstoles, ni en las epístolas, por lo que consideran su lugar e importancia muy reducido y limitado, a una piadosa mujer que Dios escogió para poder venir al mundo, para encarnarse, sin comprender las inigualables repercusiones a que esto lleva, de donde proviene por la gracia de Dios el incomparable valor de sus virtudes, como la humildad y sobre todo el amor, por lo que no necesitaba ni quería ningún protagonismo, sino que la gracia de Dios obraba en lo escondido las más excelsas prendas espirituales, de lo que nos da evidencia en momentos puntuales como la Encarnación, Anunciación, la Visitación, las bodas de Caná y en la Crucifixión, donde se nos da testimonio de la belleza espiritual que Dios va labrando por su gracia en esta alma única, siendo así por tanto, como en todo lo demás, la primera cristiana, la primera en el tiempo y en la virtud, el prototipo, el ejemplo, el modelo y tipo de la Iglesia, por lo que cumpliendo de antemano y primero que nadie el evangelio de Jesucristo y su principio de salvación por gracia, como lo anuncia en el Magnificat ( Lucas 1: 46-55 ), argumentado perfectamente en las epístolas apostólicas, principalmente en las paulinas, logra por la fe llegar a las más altas cumbres de la espiritualidad cristiana en el favor de Dios, lo que le da los más grandes méritos en Cristo alcanzados por criatura alguna y el máximo de valor a sus obras, sustentado por su inigualable amor a Dios y a Cristo, que es a su vez la expresión máxima de la gracia que de El proviene, por lo que fue coronada como reina y señora de cielo y tierra, con incomparable gloria y potestad dada por Nuestro Señor a ninguna otra criatura ( Apocalipsis 12:1 ), lo que demuestra que en el evangelio de gracia de Jesucristo, lo más importante no son los protagonismos, ni espectacularidades, ni mucho menos las obras en si mismas, pues “si reparto todo lo que poseo a los pobres, y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor sino para recibir alabanzas, de nada me sirve”( 1 Corintios 13:3 ), sino que lo verdadero y supremamente importante es el amor, lo más grande y puro que pueda ser el amor que se posea, nacido de una fe sincera, todo según la gracia de Dios, siendo que las grandes o pequeñas obras que sean hechas según la condición o designio de Dios para cada persona, tienen el valor que tenga el amor con que fueron hechas, pues donde hay un grande y puro amor no hay necesidad de grandes obras, cualquier obra hecha en esta condición tiene el más grande valor para Dios y el más grande mérito en Cristo para la persona, pues como nos enseño Nuestro Señor, la calidad del amor es la medida del mérito (Mateo 5: 43-47), porque el evangelio de la gracia de Dios no es como algunos piensan, un sistema de vida donde Dios simplemente nos perdona todo y nos concede todo, amparado en el sacrificio de Cristo, sin que medie participación activa del hombre, su esfuerzo, su sacrificio, y por tanto méritos o penas según corresponda a lo hecho por cada uno, poniendo en contraposición la justicia y la gracia de Dios, pues se estaría negando la justicia de Dios si El lleva alguien indigno al Cielo por el solo hecho de haberlo perdonado, pero la gracia de Dios no niega su justicia sino que la asume, colma y supera, por lo que la gracia de Dios actúa perdonando, pero también sanando y transformando las miserias espirituales de los hombres en virtudes, con su cooperación, esforzándose estos en permitir que ella tome cada vez mas el control de sus vidas, de donde provienen los méritos, y también las penas temporales y las penas eternas cuando no se le ha correspondido; algunos se amparan en el perdón y salvación dada por Nuestro Señor al ladrón en la cruz para negar esto, pero no hacen sino confirmarlo, Dios no necesita grandes obras sino amor que obre genuinamente por la fe, obteniéndose así gran valor y mérito proveniente de la gracia y los méritos de Cristo, esto fue lo que vivió el ladrón perdonado cuando en una gran muestra de fe y amor a Cristo, le consoló y reconoció como Mesías en su hora de máxima e incomparable humillación en la que él también padecía grandes tormentos.
El ejemplo moderno y probablemente más grande después de la Virgen María en este sentido es Santa Teresita del Niño Jesús, quien vivió a plenitud esta verdad con toda conciencia y fundamento doctrinal, con una comprensión bíblico-teológica admirable en su corta vida de veinticuatro años, estableciendo lo que llamó el “caminito”, que no es más que una vida de continuo y perfecto abandono en los brazos de Dios, para que sea El entonces quien inundándonos con su gracia nos lleve a su perfecto agrado en todo, porque cuando somos débiles entonces somos fuertes, como decía el apóstol (2 Corintios 12:10), por lo que fue declarada entre otras cosas doctora de la Iglesia. Ella que sería proclamada “la santa más grande de los tiempos modernos”, “la palabra de Dios para nuestro tiempo”, fue tan colmada de gracia a la vez que tan duramente probada, que la podemos catalogar como “la pequeña Virgen María”, pues no solo desde su más tierna edad mostró un amor a Jesús y a la vida religiosa que le impidió cometer pecado mortal, sino que este fuego de amor por Dios y por las almas se fue incrementando, llevándola a entrar en un convento de la orden carmelita con solo quince años, contra todas las reglas, ejemplificando desde ese momento una vida más del Cielo que de la tierra, con una sola obsesión, entregar su vida orando por los sacerdotes, los misioneros, por todos los inconversos, acompañando esto con el ofrecimiento de todo género de sufrimientos, sacrificios, penitencias y negaciones de orden común, es decir, que estuvieran a su alcance en la cotidianidad de su vida ordinaria en el convento, inflamado todo por el amor que la consumía por Nuestro Señor, precisamente en este punto se distinguió de manera sin igual, comprendiendo como pocos y viviendo como nadie, el valor que para Nuestro Señor y para el bien de su Iglesia y de toda su obra en la tierra, tienen el ofrecimiento de obras pequeñas, al parecer insignificantes, hechas en lo escondido ( Mateo 6: 3-6 ), pero respaldadas por un total amor a El, y por El a su Iglesia y a las almas, especialmente por las que corren peligro de perderse, para que les llegue la verdad del evangelio y puedan salvarse, adquiriendo por tanto estas obras un muy grande valor para Dios, por lo que fue proclamada patrona universal de las misiones, siéndolo junto a San Francisco Javier, incansable misionero, sin haber nunca salido de su convento, pues la Iglesia reconocía por obra de su Cabeza, Cristo Jesús, la verdad y el poder de su ofrecimiento de amor por las almas, ofreciéndose también por esto mismo como víctima al amor misericordioso de Dios, para que consumida como holocausto en el fuego de este amor divino pudiera derramarlo como lluvia de gracias(lluvia de rosas) sobre las almas desde el Cielo, como en efecto superabundantemente ha cumplido, pero que primeramente tuvo en su vida la consecuencia de tener que sufrir una verdadera pasión a semejanza de Nuestro Señor, que la llevaría a una muerte que puede catalogarse de un verdadero martirio, como ella tanto pedía insistentemente querer sufrir por amor a El, y que venía dándose ya en su corazón, especialmente a partir de esa ofrenda de sí como víctima del amor misericordioso de Dios, que la lleva sin duda a ser considerada como “la mártir del Amor”.
Todo esto muestra efectivamente que la verdad y la fuerza más grande de la vida cristiana es el amor, como comprendió, ejemplarmente vivió y tan explícita y claramente dejó escrito Santa Teresita, basada también en el himno al amor dejado por el apóstol en 1 Corintios 13, y que es la meta hacia donde nos lleva la gracia de Dios, bien mostrado por el primer vicario de Cristo en la tierra, en el comienzo de su segunda epístola (2 Pedro 1:5-8), de donde nacen toda buena y genuina obra y por ende todo verdadero mérito, valorados por su unión a los méritos infinitos de Cristo, que por su amor y gracia lo obra en sus discípulos, lo que ellos pueden hacer valer a favor de otros cristianos, de las obras e intenciones de la Iglesia, y por las almas del Purgatorio, que sufren en su camino de purificación al Cielo y que por ende tanto lo necesitan, como hacía Santa Teresita, almas que por no haberse dejado inundar por el amor de Cristo y no haber vivido conforme a El, no santificaron su vida lo necesario para ir directamente al Cielo, por lo que vienen a ser lo contrario en este sentido a los santos, no solo no teniendo méritos sino acumulando lo que podríamos llamar “deudas de amor”, que tienen que satisfacer padeciendo esta purificación en la gracia de Dios, pues sus penas solo tienen valor de satisfacción unidas a la Satisfacción única, infinita y suprema de Cristo Jesús en la cruz, por lo que aún esto es un acto y muestra de su gracia, lo que desgraciadamente no comprendió Lutero, que dejándose llevar por su orgullo pretendió saber mas que el Magisterio de la Iglesia, cayendo en profundos y graves errores de perdición (2 Pedro 2: 1-22), no pudiendo ni queriendo comprender los tesoros infinitos de la gracia de Dios nacida del Corazón de Jesús, que se abren con las indulgencias, pues el valor de una obra hecha por amor a Cristo y a su Iglesia solo Dios lo conoce en su justa medida, pudiendo usarla por su unión al sacrificio de Cristo para bien de su Iglesia(Colosenses 1:24), especialmente por los que más sufren, como las almas del Purgatorio, por lo que muy meritoria se hacía esa ofrenda que el vicario de Cristo pedía para la construcción de la Basílica de San Pedro, por amor a Cristo y a su Iglesia, precedida de oración, contrición, confesión y comunión, para garantizar la pureza de la intención y el amor con que se daba a Cristo y a su Iglesia, aún cuando comportara algún sacrificio que más meritoria la hacía en esta condición, como lo fue la de la viuda pobre, alabada por Nuestro Señor, mostrando mucho más amor en su pequeñez y pobreza que los ricos en sus cantidades y opulencias (Marcos 12: 41-43), porque como dijo Nuestro Señor confirmando todo lo anterior “no quedara sin recompensa ni la más pequeña obra hecha por amor a sus discípulos” (Mateo 10:37-42), y esto aunque algún predicador itinerante hubiera predicado indignamente esta gracia( aunque un teólogo no puede guiarse por estas desviaciones), que no quedó por cierto sin la debida reprensión y correctivo por parte de las autoridades máximas de la Iglesia, siendo que esta obra no era ninguna venta de indulgencias, sino la posibilidad y el estimulo a crecer en el amor a Cristo y a su Iglesia con obras que lo demostrasen, como esta ofrenda, posibilitando así con el mérito en Cristo de esta obra de amor de sus fieles, aplicárselos a las almas más necesitadas, las del Purgatorio, para acortar su sufrimiento logrando que puedan ir lo más pronto al encuentro de su Salvador.
Queda así de esta forma demostrado, muy especialmente con los muy santos ejemplos de la Virgen María y Santa Teresita del Niño Jesús, que el camino de la Iglesia de Jesucristo es camino de gracia y amor, y que solo siguiendo esas huellas tenemos garantizado la plena entrada y posesión del reino eterno de Nuestro Señor (2 Pedro 1:9-11).
JUAN DAVID MARTÍNEZ PÉREZ.
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